martes, 14 de julio de 2009

Thermatolo-lli, por Nancello Cracatoah

¿Señor, me dice la hora por favor?, preguntó Armando, extendiendo su muñeca derecha analfabeta para mostrarle su reloj, mientras entrecerraba los ojos, con gesto de no veo bien. El señor era un chico de unos veintipocos años, que con sorpresa y lástima contestó las seis y treinta y cuatro.
Otra vez llegaba temprano sin la menor intención de ser puntual. Falta mucho para las siete y el frío que hace, pensaba, mientras un perfume se metía en su cerebro y le daba la orden de girar la cabeza.
Una muy linda mujer que no podía tener mucho más de cuarenta, caminaba a paso firme, cortando tanto gris céntrico con su vestido violeta tan apretado abajo del abrigo, que "sin bombacha" pagaba 1,2 a 1.
Armando decidió seguirla, quizás para matar el tiempo y el frío. En principio, no tenía plan ninguno de hablarle. Era más bien una caminata con la mirada y el olfato fijos en las curvas aromáticas de un paisaje inalcanzable por elección. Se propuso mantener la distancia prudente hasta que se volviera imprudente.
Se distrajo un segundo en su propio peinado reflejado en una vidriera, para confirmar que estuviera todo bien. Cuando volvió a mirar al frente, el perfume seguía ahí, pero ni rastros del vestido violeta. Se desesperó.
Medio minuto tardó en encontrarla del lado de adentro de la librería-disquería, concentrada en una de las tarimas repletas de libros. Aún sabiendo que se metía en un lugar peligroso, caminó hasta la puerta del local. EMPUJE. Tiró, miró hacia arriba y hacia abajo verificando si la puerta no sería corrediza, y terminó por empujar, abriéndola con más fuerza que la necesaria.
El aire cálido disipó su vergüenza. Contempló a la mujer unos segundos, que ahora tenía un libro en sus manos. Repasó de una mirada las decenas de bibliotecas que forraban las paredes, sintiéndose indefenso entre tanto papel, tantas formas y colores, tanta palabra silenciosa.
¿Lo ayudo?, lo despertó un joven pelirrojo mal afeitado, con una camisa y corbata con una suciedad apenas disimulada detrás de la excusa del uniforme. JUAN CARLOS. Voy a mirar un poco, dijo Armando, queriendo decir no gracias. Y se alejó del delantero de la selección escocesa, fingiendo interés en una de las bibliotecas repletas de libros gordos. DICCIONARIOS.
Eligió uno de color azul y amarillo, de tapa blanda, y mientras lo abría al azar, verificó que la dueña del perfume siguiera ahí. Con su vestido violeta que se ajustaba más de sólo mirarlo, aferrada al mismo libro de antes, paseaba chusmeando otros estantes, con cara de que ya tenía lo que buscaba.
Armando vio la oportunidad y se escabulló hasta la tarima en la que segundos antes había un libro más que los que había ahora. Tomó otro ejemplar del que llevaba ella, sintiendo la conexión entre los dos, buscando consumir el perfume impregnado en el papel a distancia, sin mover libro ni nariz.
Se acomodó en un lugar en donde ella podía verlo y ensayó una mirada de interés, primero en la tapa y después en la contratapa del libro. NANCELLO CRACATOAH. Las letras blancas prácticamente tapaban un dibujo que parecía una estrella en el espacio, con el centro entre amarillo y rojo, y bordes blancos y celestes, recortándola de la oscuridad del espacio.
Repasó de un movimiento de pulgar las páginas del libro, como si fuera un fajo de billetes, confirmando que no había más fotos que la de la tapa. En la contratapa sólo había un texto largo sobre un espacio de un azul casi negro. Podía tratarse de una historia de naves espaciales o quizás algo de Dios. Es cierto que parecía una estrella, pero cada uno ve al Señor como quiere verlo. Por la cara de la mujer, tenía que ser la primera opción.
¿Llevás ese?, interrumpió el colorado, que nunca había perdido de vista a Armando. La mujer pagaba en la caja. Un momento ideal para captar su atención, aprovechando la coincidencia planificada. Sí, lo llevo. Soltó el libro y caminó hacia la caja.
¿Cuánto es?, preguntó al cajero en voz alta y clara, mientras apoyaba sus codos en el mostrador, sobre una colección desordenada de señaladores de distintos tamaños y colores.
El perfume volvió a entrar en su cabeza, pero esta vez Armando mantuvo la vista al frente. Entregó un billete de cincuenta y recibió su vuelto, que guardó sin mirar. La mujer pagaba con tarjeta. Esperaba el ticket y la autorización.
¿No tenés una tarjeta de acá?, inventó Armando, para no tener que irse tan rápido. Sí, le respondió automáticamente la cajera que atendía a la mujer, ahí justo en frente suyo, son señaladores. Ah, perdón, gracias, dijo Armando, agarrando por las dudas uno de cada motivo.
En ese momento, la mujer se fijó en él y en el libro que llevaba, el mismo que ella. Lo miró sonriendo, que podía ser el principio de la seducción, tanto como que le pareciera gracioso que Armando se llevara siete señaladores para un solo libro.
Las dudas de Armando se despejaron cuando ella encontró una excusa para iniciar el diálogo.
Con toda su femineidad concentrada, que hacía que el perfume se oliera todavía más dulce, le preguntó con voz suave pero determinada, perdoname, ¿me podrás decir la hora?

1 comentario:

Anónimo dijo...

Lucio 100%, me gusta. Bien pulido y certero. Se disfruta. Que haya más y más seguido. La gente lo pide.

Nico.