miércoles, 7 de enero de 2009

Toner phantàsia

El papel no decía demasiado, pero Etnor sentía que el ábol genealógico se le caía encima. No sólo por la violencia contra sus antepasados que recorría su cuerpo quieto después de semejante descubrimiento, sino por una nueva sensación, de infinita incertidumbre, que lo encontraba en su silla móvil con una multitud de futuros posibles parados frente a él, con sonrisas desafiantes en sus caras, y él, sin saber cuál era el verdadero y cuáles impostores. Pensaba en su mujer y en sus hijos, y en sus pocas pertenencias, pero lo que más ocupaba su cabeza era esta idea de lo más parecido a la libertad que había vivido, por fuera, claro, del encierro de su propio cuerpo.
Con su mano izquierda más rebelde y temblorosa que nunca puso el papel a la altura de su cara, para releer las pocas palabras en el casi transparente papel que lo hicieron sentir más discapacitado que nunca.
El ruido de la puerta de la biblioteca lo sacó de su momento de autocompasión. Era Don Fermín, el más accesible de los Lourenco, que traía la medicación.
“Etnor, llegaron los chicos. Fijate que-“, se interrumpió al ver el papel arrugado por los dedos contraídos del inválido. Etnor levantó la vista para encontrarse con los ojos aterrados del Don. De haber podido hablar le hubiera pedido explicaciones. No había tiempo ni lugar para insultos, ni podía responsabilizar del hecho a un cómplice, cuando el autor llevaba su propia sangre y apellido.
El silencio descontrolado se manifestó en una lágrima que recorrió la cara torcida de Etnor, desprendiéndose a la altura de la comisura de los labios para caer sobre el papel que le estaba arruinando la existencia de toda su familia.
Fermín se sintió en la obligación de dar explicaciones. “Tu abuelo era un hombre bueno.” Etnor pensaba en sus hijos. Necesitaba un abrazo y un poco de agua. “Todo lo que hicimos fue cumpliendo un deseo de él.” Etnor no recordaba a su abuelo, a pesar de, de alguna manera, haber heredado su nombre. Sí a su padre, que de joven había quedado sordo, que todos los días evitaba dormir para pasar más tiempo con él, que siempre lo cuidó como una madre, mucho antes de que faltara ella.
Etnor necesitaba estar cerca de su familia. Necesitaba contarles que eran libres de irse a donde quisieran. Que ya nada los unía a los Lourenco, más allá de una aberración del pasado. Pero no podía decirles la verdad. Era demasiado difícil de creer, no por fantasiosa, sino por dolorosa.

Esa noche los Lourenco comían en un silencio tan tajante que podía escucharse el sonido de la sal, deslizándose fuera del salero sobre la comida. Fermín fue el primero en decir algo. “¿Alguien sabía que existía este papel?” Los demás comensales bajaron la vista, como si pudieran ver el suelo más allá de la mesa y de la comida recalentada.

Ochenta y dos años habían pasado desde que Héctor Líberman, casado con Elsa Lourenco, había dado inicio al experimento con el que pretendía demostrar que la habilidad del baile de las personas de raza negra respondía a la presencia de un elemento químico en su organismo, echando por tierra aquella leyenda de la relación de este don y un pasado de esclavitud. Según decía el mismo Líberman, había conseguido aislar este elemento, y para demostrar su teoría estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso sacrificar la salud física y libertad de su descendencia. Desde ese día, los Líberman se convirtieron en esclavos de la familia Lourenco, encargados éstos de guardar el secreto por cien años, ocupándose también de administrar una dosis diaria del elemento aislado a la mitad exacta de la muestra, elegida al azar.

Etnor pidió ayuda a su hijo mayor para acercarse al borde del mirador. Nunca había visto el mar fuera de las películas o postales. Le parecía increíble que no llegara a verse la tierra del otro lado. No podía entender tanta cantidad de agua junta, ni que existieran seres vivos debajo de esa capa oscura. Cerró los ojos para dejar entrar libertad. El sonido regular de las olas lo hacía olvidarse de su cuerpo por unos segundos. Pensó en su padre, se preguntaba si había conocido el mar, y si lo había hecho a tiempo, como para apropiarse del recuerdo de ese sonido infinito, como él hacía en este momento.
Abrió los ojos y se encontró con la imagen de su hijo Ulises. Nunca lo había visto tan feliz. Ya rosado por el sol, Ulises se reía compulsivamente, de tanta alegría que no entraba en su cuerpo de ocho años. Se movía, estaba bailando con una naturalidad indescriptible, como Etnor nunca antes había visto bailar a nadie, con movimientos contagiosos hasta para él, que lo miraba desde su silla, preguntándose si su pobre hijo estaría recordando alguna música de la casa de los Laurenco, posiblemente algo de lo que tocaba Anita durante sus clases de piano. Pero en ese momento Ulises ni siquiera recordaba a Ana, ni el lugar en el que nació y pasó casi toda su vida. Todo el cuerpo de Ulises estaba inundado por la música de las olas.