martes, 21 de julio de 2009

El Diferente

Ernesto se miró al espejo por decimocuarta vez en la mañana. Siempre hacía lo mismo. Al salir del baño, se paseaba desnudo por su pequeño monoambiente, pensando en su desgracia. Cada vez que pasaba frente al único espejo de la casa –un espejo largo, angosto, puesto de pie- se miraba de cuerpo entero. Y siempre, pero siempre, lloraba. Ya con 36 años, su virginidad había pasado de ser un trauma, a convertirse en una solitaria y pesada compañera de vida.
Ernesto tenía su pinta, una mezcla entre Sandro joven y Ayrton Senna vivo. No era muy alto, pero su 1.71 no lo acomplejaban en lo absoluto. Buena contextura, producto de su trabajo como ayudante de albañil. Brazos fuertes y pecho ancho. Nadie podía creer su nulo contacto con el sexo.
El problema de Ernesto, como suponía Manrique, el primer albañil, no estaba a la vista.
Ernesto, tenía un miembro muy pequeño. Lo comprobó por primera vez a los 13 años, al ver unas revistas que su tío Julio guardaba debajo de la mesita de luz.
Ernesto, por lo tanto, evitó cualquier situación que requiriese estar desnudo. Así, se olvidó de intimar con mujeres.

Era la decimocuarta vez que se miraba al espejo. Lágrimas. Con sus dedos se estiraba la puntita, que al soltar, como elástico nuevo, volvía a su posición inicial.
Ya su frustración, poco tenía que ver con el acto sexual en sí. Ernesto sabía que jamás engendraría un hijo de manera natural. Y eso, lo hundía en la más profunda de las depresiones. Su sangre era su único motivo de ancestral orgullo. Era el 6 Ernesto Mamaní. De los Mamaní de Oruro. Orgullosa raza de cobre y mineral. Pero con él, adiós. El linaje terminaría. Sin hermanos, moriría solo, en alguna casucha del gran Buenos Aires.
Hasta que, por esas cosas que tiene el destino, un día, la suerte cambió para Ernesto.
Estaba haciendo el enlucido en el baño de la casa de un reconocido cirujano, cuando ve al hijo del doctor, de apenas 2 años, caminando solo hacia la imponente piscina de la casa. Le llamó la atención no ver a la joven madre, ni a la niñera detrás. El doctor estaba trabajando. Un instinto, lo hizo saltar de la escalera, correr hacia el niño, y sin pensarlo, se zambulló al agua. Sin ser experto nadador, en unas brazadas, sujetó al niño. Los ladridos de los perros, llamaron la atención de la joven madre trágicamente distraída. A los gritos, corrió hacia el solarium, y tomó a su hijo de los brazos de Ernesto, quien tosía el agua tragada.
La familia del doctor, gente bien, no sabía cómo agradecer semejante gesto. Ernesto no quería nada. Hasta que lo pensó bien... y llevando al doctor aparte, le confesó su problema. El doctor, le dijo que una de sus especialidades quirúrgicas, consistía en el alargamiento del miembro masculino, usando una muy moderna técnica de origen sueco. La operación era costosísima, pero claro está, se la practicaría 100% gratis.

Un mes después de la operación, Ernesto fue al chequeo final. Le darían el alta definitiva. Había logrado un miembro erecto de unos 12 cm, nada para vanagloriarse, pero, duplicaba el tamaño original. El doctor se acercó, con unos papeles en las manos, y con una amplia sonrisa le dijo:“Don Ernesto, finalmente, los estudios dieron perfectos. Les pondrá una sonrisa en el rostro a varias chicas en el baile... y si algún día quiere un hijo, le paso los datos de mi abogado para comenzar los trámites de adopción, porque su actividad de espermatozoides es nula, pero eso, es lo de menos campeón”.

martes, 14 de julio de 2009

Thermatolo-lli, por Nancello Cracatoah

¿Señor, me dice la hora por favor?, preguntó Armando, extendiendo su muñeca derecha analfabeta para mostrarle su reloj, mientras entrecerraba los ojos, con gesto de no veo bien. El señor era un chico de unos veintipocos años, que con sorpresa y lástima contestó las seis y treinta y cuatro.
Otra vez llegaba temprano sin la menor intención de ser puntual. Falta mucho para las siete y el frío que hace, pensaba, mientras un perfume se metía en su cerebro y le daba la orden de girar la cabeza.
Una muy linda mujer que no podía tener mucho más de cuarenta, caminaba a paso firme, cortando tanto gris céntrico con su vestido violeta tan apretado abajo del abrigo, que "sin bombacha" pagaba 1,2 a 1.
Armando decidió seguirla, quizás para matar el tiempo y el frío. En principio, no tenía plan ninguno de hablarle. Era más bien una caminata con la mirada y el olfato fijos en las curvas aromáticas de un paisaje inalcanzable por elección. Se propuso mantener la distancia prudente hasta que se volviera imprudente.
Se distrajo un segundo en su propio peinado reflejado en una vidriera, para confirmar que estuviera todo bien. Cuando volvió a mirar al frente, el perfume seguía ahí, pero ni rastros del vestido violeta. Se desesperó.
Medio minuto tardó en encontrarla del lado de adentro de la librería-disquería, concentrada en una de las tarimas repletas de libros. Aún sabiendo que se metía en un lugar peligroso, caminó hasta la puerta del local. EMPUJE. Tiró, miró hacia arriba y hacia abajo verificando si la puerta no sería corrediza, y terminó por empujar, abriéndola con más fuerza que la necesaria.
El aire cálido disipó su vergüenza. Contempló a la mujer unos segundos, que ahora tenía un libro en sus manos. Repasó de una mirada las decenas de bibliotecas que forraban las paredes, sintiéndose indefenso entre tanto papel, tantas formas y colores, tanta palabra silenciosa.
¿Lo ayudo?, lo despertó un joven pelirrojo mal afeitado, con una camisa y corbata con una suciedad apenas disimulada detrás de la excusa del uniforme. JUAN CARLOS. Voy a mirar un poco, dijo Armando, queriendo decir no gracias. Y se alejó del delantero de la selección escocesa, fingiendo interés en una de las bibliotecas repletas de libros gordos. DICCIONARIOS.
Eligió uno de color azul y amarillo, de tapa blanda, y mientras lo abría al azar, verificó que la dueña del perfume siguiera ahí. Con su vestido violeta que se ajustaba más de sólo mirarlo, aferrada al mismo libro de antes, paseaba chusmeando otros estantes, con cara de que ya tenía lo que buscaba.
Armando vio la oportunidad y se escabulló hasta la tarima en la que segundos antes había un libro más que los que había ahora. Tomó otro ejemplar del que llevaba ella, sintiendo la conexión entre los dos, buscando consumir el perfume impregnado en el papel a distancia, sin mover libro ni nariz.
Se acomodó en un lugar en donde ella podía verlo y ensayó una mirada de interés, primero en la tapa y después en la contratapa del libro. NANCELLO CRACATOAH. Las letras blancas prácticamente tapaban un dibujo que parecía una estrella en el espacio, con el centro entre amarillo y rojo, y bordes blancos y celestes, recortándola de la oscuridad del espacio.
Repasó de un movimiento de pulgar las páginas del libro, como si fuera un fajo de billetes, confirmando que no había más fotos que la de la tapa. En la contratapa sólo había un texto largo sobre un espacio de un azul casi negro. Podía tratarse de una historia de naves espaciales o quizás algo de Dios. Es cierto que parecía una estrella, pero cada uno ve al Señor como quiere verlo. Por la cara de la mujer, tenía que ser la primera opción.
¿Llevás ese?, interrumpió el colorado, que nunca había perdido de vista a Armando. La mujer pagaba en la caja. Un momento ideal para captar su atención, aprovechando la coincidencia planificada. Sí, lo llevo. Soltó el libro y caminó hacia la caja.
¿Cuánto es?, preguntó al cajero en voz alta y clara, mientras apoyaba sus codos en el mostrador, sobre una colección desordenada de señaladores de distintos tamaños y colores.
El perfume volvió a entrar en su cabeza, pero esta vez Armando mantuvo la vista al frente. Entregó un billete de cincuenta y recibió su vuelto, que guardó sin mirar. La mujer pagaba con tarjeta. Esperaba el ticket y la autorización.
¿No tenés una tarjeta de acá?, inventó Armando, para no tener que irse tan rápido. Sí, le respondió automáticamente la cajera que atendía a la mujer, ahí justo en frente suyo, son señaladores. Ah, perdón, gracias, dijo Armando, agarrando por las dudas uno de cada motivo.
En ese momento, la mujer se fijó en él y en el libro que llevaba, el mismo que ella. Lo miró sonriendo, que podía ser el principio de la seducción, tanto como que le pareciera gracioso que Armando se llevara siete señaladores para un solo libro.
Las dudas de Armando se despejaron cuando ella encontró una excusa para iniciar el diálogo.
Con toda su femineidad concentrada, que hacía que el perfume se oliera todavía más dulce, le preguntó con voz suave pero determinada, perdoname, ¿me podrás decir la hora?

miércoles, 7 de enero de 2009

Toner phantàsia

El papel no decía demasiado, pero Etnor sentía que el ábol genealógico se le caía encima. No sólo por la violencia contra sus antepasados que recorría su cuerpo quieto después de semejante descubrimiento, sino por una nueva sensación, de infinita incertidumbre, que lo encontraba en su silla móvil con una multitud de futuros posibles parados frente a él, con sonrisas desafiantes en sus caras, y él, sin saber cuál era el verdadero y cuáles impostores. Pensaba en su mujer y en sus hijos, y en sus pocas pertenencias, pero lo que más ocupaba su cabeza era esta idea de lo más parecido a la libertad que había vivido, por fuera, claro, del encierro de su propio cuerpo.
Con su mano izquierda más rebelde y temblorosa que nunca puso el papel a la altura de su cara, para releer las pocas palabras en el casi transparente papel que lo hicieron sentir más discapacitado que nunca.
El ruido de la puerta de la biblioteca lo sacó de su momento de autocompasión. Era Don Fermín, el más accesible de los Lourenco, que traía la medicación.
“Etnor, llegaron los chicos. Fijate que-“, se interrumpió al ver el papel arrugado por los dedos contraídos del inválido. Etnor levantó la vista para encontrarse con los ojos aterrados del Don. De haber podido hablar le hubiera pedido explicaciones. No había tiempo ni lugar para insultos, ni podía responsabilizar del hecho a un cómplice, cuando el autor llevaba su propia sangre y apellido.
El silencio descontrolado se manifestó en una lágrima que recorrió la cara torcida de Etnor, desprendiéndose a la altura de la comisura de los labios para caer sobre el papel que le estaba arruinando la existencia de toda su familia.
Fermín se sintió en la obligación de dar explicaciones. “Tu abuelo era un hombre bueno.” Etnor pensaba en sus hijos. Necesitaba un abrazo y un poco de agua. “Todo lo que hicimos fue cumpliendo un deseo de él.” Etnor no recordaba a su abuelo, a pesar de, de alguna manera, haber heredado su nombre. Sí a su padre, que de joven había quedado sordo, que todos los días evitaba dormir para pasar más tiempo con él, que siempre lo cuidó como una madre, mucho antes de que faltara ella.
Etnor necesitaba estar cerca de su familia. Necesitaba contarles que eran libres de irse a donde quisieran. Que ya nada los unía a los Lourenco, más allá de una aberración del pasado. Pero no podía decirles la verdad. Era demasiado difícil de creer, no por fantasiosa, sino por dolorosa.

Esa noche los Lourenco comían en un silencio tan tajante que podía escucharse el sonido de la sal, deslizándose fuera del salero sobre la comida. Fermín fue el primero en decir algo. “¿Alguien sabía que existía este papel?” Los demás comensales bajaron la vista, como si pudieran ver el suelo más allá de la mesa y de la comida recalentada.

Ochenta y dos años habían pasado desde que Héctor Líberman, casado con Elsa Lourenco, había dado inicio al experimento con el que pretendía demostrar que la habilidad del baile de las personas de raza negra respondía a la presencia de un elemento químico en su organismo, echando por tierra aquella leyenda de la relación de este don y un pasado de esclavitud. Según decía el mismo Líberman, había conseguido aislar este elemento, y para demostrar su teoría estaba dispuesto a cualquier cosa, incluso sacrificar la salud física y libertad de su descendencia. Desde ese día, los Líberman se convirtieron en esclavos de la familia Lourenco, encargados éstos de guardar el secreto por cien años, ocupándose también de administrar una dosis diaria del elemento aislado a la mitad exacta de la muestra, elegida al azar.

Etnor pidió ayuda a su hijo mayor para acercarse al borde del mirador. Nunca había visto el mar fuera de las películas o postales. Le parecía increíble que no llegara a verse la tierra del otro lado. No podía entender tanta cantidad de agua junta, ni que existieran seres vivos debajo de esa capa oscura. Cerró los ojos para dejar entrar libertad. El sonido regular de las olas lo hacía olvidarse de su cuerpo por unos segundos. Pensó en su padre, se preguntaba si había conocido el mar, y si lo había hecho a tiempo, como para apropiarse del recuerdo de ese sonido infinito, como él hacía en este momento.
Abrió los ojos y se encontró con la imagen de su hijo Ulises. Nunca lo había visto tan feliz. Ya rosado por el sol, Ulises se reía compulsivamente, de tanta alegría que no entraba en su cuerpo de ocho años. Se movía, estaba bailando con una naturalidad indescriptible, como Etnor nunca antes había visto bailar a nadie, con movimientos contagiosos hasta para él, que lo miraba desde su silla, preguntándose si su pobre hijo estaría recordando alguna música de la casa de los Laurenco, posiblemente algo de lo que tocaba Anita durante sus clases de piano. Pero en ese momento Ulises ni siquiera recordaba a Ana, ni el lugar en el que nació y pasó casi toda su vida. Todo el cuerpo de Ulises estaba inundado por la música de las olas.