jueves, 10 de abril de 2008

La baldosa hermafrodita

Indignado por la velocidad a la que cambia todo de generación a generación, Aldo tomó un colectivo hasta San Telmo. Negado a buscar direcciones de casas de antigüedades en Internet, preguntó por el barrio y un quinielero que colecciona esos muñequitos que venían con el chocolate le dijo San Telmo sin dudar. Lo único, le explicó, es que los precios son para turistas, porque acá en el país no tenemos memoria. Siguió el discurso del quinielero, pasando por guerras y horrores de la clase política. Para cuando terminó, Aldo tocó el timbre pidiendo parada.

Preguntó un par de precios en un par de casas de cosas viejas y sucias hasta que consiguió lo que quería.

Un balero, ¿te acordás? Claro que me acuerdo, si habré jugado mientras escuchábamos la radio en casa. Porque antes no había televisor, no había consola de juegos, era todo destreza física e imaginación. Tomá Edu, dejá ese joystick un rato y probá esto que te da el abuelo.

Eduardo lleva la carga genética de la familia. Tan así que la embocó al cuarto intento. A los veinte minutos ya jugaba mejor que el abuelo Aldo ahora. Y una hora después, mejor que el abuelo Aldo en sus años de bermudas, cuando ni soñaba con ser abuelo.

Acostumbrado a la lluvia de información que le trae la migraña a Elsa, vio morir la novedad del balero en 65 minutos. Guardó el juego en el cajón de cosas fáciles en su cabeza y pensó en pasar a otra cosa. ¿Y qué pasa si le saco el hilo? Muchas más variables, todo mucho más complejo, cada movimiento tanto más determinante de trayectorias infinitas. Y dale.

Lógicamente, y con el brazo profesional de la era hilo, erró el primer intento. Poc, se estrelló la bola de madera maciza en el piso del patio. Pero Eduardo es testarudo como el Tío, aunque no sea su tío de sangre y le digan así porque vino de España, y Eduardo ni lo conozca. Así que otro intento. Cinco más. Cien. Y no, así es mucho más difícil, porque el juego fue creado para que la bola rote de la mano del hilo. Igual siguió. Salteó la merienda en intentos. Salteó la cena también. Fue como a las once y media, presionado por los andalacama de su madre que pic, la metió. Sonrió con todas sus fuerzas, conoció la satisfacción del protagonista de la ley del embudo y paseó por las nubes del éxito unos segundos.

Lo bajó a la tierra el grito de su madre, impresionada porque, menos una, todas las baldosas del patio estaban rajadas, algunas incluso hechas pedazos. El éxito tiene su precio.

Eduadro se quedó dormido en cinco minutos, después del gasto de energía de tanto golpe imaginario que nunca llegó. Tuvo pesadillas con hilos, bolas, Aldos y Tíos.

A las ocho de la matina se despertó, en medio de un charco de pis. Se levantó con vergüenza y corrió hasta el baño. Pero justo antes de llegar, miró al costado y vio al perro, durmiendo pacíficamente en el patio. Eso no fue raro. El perro de dieciséis años se la pasaba durmiendo. Lo raro fue ver que las baldosas estaban completamente intactas. Todas a nuevo, el patio perfecto, damero de nuevo, y eso que esas baldosas no se fabrican más, según había dicho su mamá la noche anterior con el brazo levantado y calculando el revés.