lunes, 28 de julio de 2008

Asterizco

Sandro creía que con un nombre así, ya no podría tener más mala suerte en la vida. Y mal no le iba. Exitoso auditor, 42 años, abundante cabellera, soltero por opción.
Pero Sandro, no supo de su problema hasta que fue al cine con su novia de turno a ver “Mejor Imposible”. Supuestamente el personaje de Nicholson sufría de un desorden severo, a juzgar por la reacción del público presente. Y Sandro, se identificaba con muchas de las –ahora- obsesiones del personaje.
Sandro no tenía problemas en pisar el borde de dos baldosas. Pero cada vez que usaba el teléfono de la oficina, limpiaba el auricular con un algodón embebido en alcohol. Lo mismo hacía con el teclado de la computadora y con cada objeto que era tomado por alguien mas que él. Lo hacía muy disimuladamente (algo, le hacía creer que no era del todo normal).
Pero tal vez, la mayor obsesión de Sandro, pasaba por la certeza de que sus contraseñas serían adivinadas. Se burlaba de quienes usaban fechas de nacimiento, o nombres de hijos. Que cosa más obvia por Dios! Por eso, cuando instalaron en la oficina la nueva caja fuerte con una combinación digital, combinación que sólo él debía tener, tuvo un pequeño ataque de pánico. Todas las contraseñas eran tan evidentes, que no tardarían en vaciar los sueldos de toda la oficina (que de él dependían). Pensó y pensó. Escribió distintas frases con su teclado. Combinaciones de letras y números y de letras o números. Hasta que se le ocurrió una perfecta: ASTERIZCO con ‘Z’. A quién se le iba a ocurrir tan brillante contraseña? De por sí, ‘asterisco’ era buena. Pero escribirla con un error de ortografía, la volvía inviolable. La introdujo dos veces en el pad de la caja fuerte, dio enter, y quedó inscripta. La probó (era genial que al escribirla, sólo se vieran asteriscos).
Una semana mas tarde, luego de depositar los sueldos del mes más aguinaldo (era diciembre) se fue a su casa, dispuesto a disfrutar de un buen fin de semana, hacer la contabilidad y pagar los sueldos al lunes siguiente.
Estaba pasándole Lisoform® a las bolsas del supermercado, cuando sonó el teléfono. Era Tadeo, el de seguridad de la oficina. No dijo “buenas noches señor”. Algo andaba mal. Solo dijo, casi llorando:
“la clave, señor, la clave, me tienen encañonado, por favor, tengo hijos!”
Sandro que era obsesivo pero no mala persona, se la dio. La plata es plata.
El malhechor escribió lo que el pobre Tadeo le dictó. Al sonar la alarma por contraseña errónea, el delincuente le disparó dos balazos en la cabeza al guardia, y huyó.
El pobre Tadeo con los nervios, no entendió la última parte “con Z”.

lunes, 21 de julio de 2008

El último vértigo de Rolo Acosta

Es irreversible, dijo el Doctor, mirando la parte de adentro de su saco. La cara del médico dejaba ver el alivio del que ya no puede perder. Podemos, sin embargo, intentar un tratamiento que está en etapa de experimentación. Vea, no perdemos nada.

Irreversible es la muerte, pensó Acosta, mientras se alejaba indignado de la clínica. Pensaba en el médico llegando a la noche a su casa, contándole a su mujer que hoy vio de nuevo al señor del Síndrome de Acosta, y que con la habilidad de la autoridad científica, lo convenció de que intentaran el tratamiento que podría valerle algún premio, en caso de funcionar. O peor, lo imaginaba contándole lo mismo a su amante, mientras su mujer ponía a dormir a los chicos, ansiosa de hablar con sus amigas orgullosa de los avances de su marido en el campo de la Medicina. Pensar que lo había conocido en el primer año de la carrera, cuando ella también cursaba. Pero bueno, después llegó Arielito, que si era mujer se iba a llamar Elba, menos mal, y después los demás. Y hoy dice ama de casa con tranquilidad, porque los chicos son lo más importante, y después su marido, que de vez en cuando le cuenta de algún caso para que no pierda ese gustito por la profesión frustrada. Cuando Ari tenga 18, vuelvo a estudiar, juraba Marité a sus amigas. Quiero ser médico, con o. Y mientras tanto, el Doctor dejaba de fumar en algún albergue transitorio de las afueras, no porque se había independizado del vicio, sino porque encontraba mayor placer hablando de él mismo después del momento sexual, quizás compensando con triunfos laborales su mediocre actuación como amante. Porque Rolo estaba seguro de que el Doctor era un pésimo amante. Alguien tan preocupado por su imagen, que probablemente se afeita mirándose a los ojos en el espejo, no puede ser sensible al placer de los demás, salvo que esos demás sean de los que cuentan todo. Entonces sí, tiene sexo construyendo el relato, diseñando la anécdota y midiendo el número, la extensión e intensidad de los gemidos, creyendo que es como plata que después se gasta en un boca en boca desenfrenado. Lo sabía de algún amigo de buena posición: no hay mejor forma de conseguir nuevos clientes que la recomendación personal. Es empezar con una confianza que uno no se ganó. Un sentimiento regalado por un tercero, basado en su propia experiencia, que idealmente estaba prefabricada por la confianza de otro conocido. Una cadena de fe, tan fuerte que anula cualquier tipo de capacidad de crítica o de cuestionamiento. Y es un círculo virtuoso, porque esa fama, casi donada por idealizaciones de otro, se vuelve sólida en un punto, y un apellido pasa a ser una marca. Un cajoncito de sensaciones que vale la pena comprar a cualquier precio. Y después, el terrible pensamiento de que si es caro por algo será, y que lo barato nunca es bueno y todo eso.

Timbre. Rolo volvió al mundo afuera de su cabeza y se encontró frente a la puerta de lo de Néstor. A Néstor, el Doctor le había salvado al hijo con un tratamiento nuevo para una enfermedad nueva. Igual que Rolo con su Síndrome de Acosta, al hijo de Néstor le había diagnosticado Síndrome del Hijo de Néstor. Un descubrimiento que forzó la publicación de una nota en la revista “Padres solteros”, en la que aseguraban que el síndrome del Hijo de Néstor se había detectado en hijos de otros, para evitar que los padres de los pacientes no atacaran a sus amigos de nombre Néstor, acusándolos de haber dormido con sus esposas. Por los resultados a la vista, Néstor había recomendado el Doctor a Rolo, llenándose la boca de agradecimiento, hablando de milagros y profesionalismo. Néstor tenía la culpa. Irreversible pero intentemos algo nuevo, a quién se le ocurre. Timbre.

Cuando Néstor abrió la puerta, encontró a Rolo tendido en la vereda, boca abajo con un charco de sangre que crecía bajo su cabeza. Pobre Rolo, pensó, mientras lo subían a la ambulancia. Seguramente venía a agradecerme y le agarró un efecto colateral de la pichicata que te mete el Doctor. De nada, Rolo, secreteó a manera de rezo. A veces, entre amigos no necesitamos palabras.

viernes, 20 de junio de 2008

La cicatriz de Seal

El último jueves de cada mes, Nilda y Alicia pasaban más tiempo en la cocina. Aprovechaban que llegaba la caja de donaciones para hacer un almuerzo sin amarretear ingredientes. Un premio para los chicos por asistir al colegio. Un premio a la constancia, aunque fueran sordos y pupilos, y no conocieran el mundo afuera de la reja negra. Albondigas con puré, decidió Alicia mirando las palabras "menú a elección" en el cuaderno donde anotaba todo. Nilda estuvo muy de acuerdo. Además el mes pasado había elegido ella: albóndigas con puré. Se puso el delantal blanco que recibió en la caja anterior y que ya tenía rayones de todos los colores, y buscó al fondo de la heladera chica los paquetes de carne que quedaban. Nilda iba y venía del galpón, trayendo una bolsa de papas en cada viaje. Las dos cantaban mientras trabajaban, desinhibidas y a todo volumen. Era uno de los grandes beneficios de trabajar con sorditos.

Cuando desde el patio ya se olía la carne bien condimentada, llegó el camión de Alberto con su característico motor gasolero y su bocina de los duques, que sólo Alicia y Nilda escuchaban. Alberto era un señor grande, pero se vestía muy bien, era muy caballero y decía las eses. Tenía sus batallas ganadas con Nilda y la trataba muy bien. Cada vez que venía le traía algún regalito, más allá de su olor a colonia de hombre maduro. Nilda la miró a Alicia y le dijo que fuera ella. Le gustaba hacerse rogar un poco y además ganaba tiempo para lavarse las manos y sacarse un poco del olor a ajo. Alicia aceptaba sonriente la misión de recibir a Alberto. Sabía que tarde o temprano, Nilda y Alberto iban a acostarse de nuevo y eso se convertía en relatos eróticos con imágenes que le duraban semanas en la cabeza.

Alberto abrió la puerta lateral del camión y descargó la caja que decía "Escuela 5". Una caja grande esta vez. Por suerte cada vez más gente de la capital se comprometía con los chiquitos de menos recursos. Alberto era un Papá Noel de la navidad mensual. Los chicos lo rodeaban cuando lo veían cruzar la puerta grande, corrían en silencio cerca de él alternando abrazos con señas de agradecimiento. Alberto los miraba lleno de emoción. Les decía que lo disculparan por no responder, pero tenía las manos ocupadas, y alzando la vista por encima de la caja, buscaba disimuladamente a Nil.

¡Don Alberto!, lo saludó Alicia. Decime Beto, querida. O cuñado. Se ríeron los dos. Decime que Nilda está. Si, si, Betito, quedate tranquilo, se está poniendo linda para vos. Así me gusta. Gran cocinera en la cocina y bien puta en la cama. Alberto se olvidó de que Alicia escuchaba. Ali se hizo la sorda, aunque no pudo esconder la sonrisa pícara. Pasá por acá, Federicolupi, le dijo cargándolo. Beto disfrutó de la impunidad del macho de la casa y le miró las tetas a Alicia, que un poco se las mostraba. Gracias, le dijo y bajó un poco la caja a la altura de la cintura, para no asustar a los chicos.

Un Beto ya más calmado saludó a Nilda, y sin soltar la caja, la siguió al fondo, a pedido de ella. Al mismo tiempo, Alicia atajaba a los chicos en la puerta de la cocina. Hasta acá, chicos, les decía, moviendo sus manos a gran velocidad. Si no, ya saben lo que puede pasar, y señalaba el poster al lado de la virgencita. Los chicos la miraron algo asustados y retrocedieron, volviendo a sus juegos en el patio.

Al lado de la virgencita Alicia y Nilda habían colgado el poster de Seal, que llegó en la caja de Abril. Para ellas, un señor negro lindo pero todo lastimado que seguramente jugaba en algún equipo de la capital o tenía su programa de tele, quizás una novela. En la foto miraba al horizonte, con cara de bueno, casi orgulloso de su piel poceada. El poster había sido un envío de Dios, porque ya los chicos estaban entrando a la cocina cuando querían y pasaban cerca de las sartenes con aceite hirviendo, cada vez más convencidos de que lo del accidente del hijo de los Galván era una gran mentira o por lo menos una exageración de Nilda y Alicia, para comerse ellas solas todo el budín de pan.

domingo, 8 de junio de 2008

Olor a tortuga

Tengo frío, pero eso no importa. Hoy es EL día. Además, al pan no hay que cocinarlo. Así que no importa que me hayan cortado el gas. La mayonesa tampoco necesita cocción. Así que tengo las comidas aseguradas.
Me lavo con un jarrito. Pelo sobre la cabeza no tengo. Es como si hubiera bajado todo al cuerpo. Así que la ducha está demás. Encima, ya no estoy cómodo en la bañadera. Me siento en el inodoro y me doy con el jarrito. Até la esponja a un palo, para poder llegar a los pies y espalda. La embebí en mi receta personal de esencia de quelonio, que fabrico yo mismo.
Cada vez me cuesta más...no estoy tan ágil. Pero hoy debo esmerarme. Voy a lavarme el ombligo también. Así que tengo que tengo que levantarme esto...hasta encontrarlo... ahí debería estar... ahí estaba la última vez... ahí está!! Pero... ¿qué tiene adentro...? snif snif... ¿A qué huele? No puede ser... no como roquefort hace años... en fin... jarrito! Y esto...? JARRITO!!
Todo en orden. Me seco desnudo, sin toalla. El frío endurece mis pliegues. Me vuelvo aún mas sexy.
Gas no tengo, pero electricidad sí. Me colgué de un cable hace años. Cuando podía asomarme por la ventana. Y mi laptop, agarra señal wi-fi de internet del hotel que hay al lado. Tengo todo. Soy Dios®. Todos los meses, me pasan por la puerta unas boletas, que falsifico con la computadora. Borro algunas cifras, cambio algunos logos, una boludez. 15 minutos. Por eso, todos los días me dejan pan y mayonesa en una caja, al lado de la puerta de entrada.
Hoy tendré más cuidado al comer. Es EL día. Por eso, como sin chorrerame mucho. Una vez que desaparecen los 2 kg y el frasco de RiK, voy hasta el vestidor. Me pongo de costado para poder pasar por la puerta. 2 minutos despues de luchar contra el marco, logro pasar al vestidor. Recupero el aliento. Abro las puertas y ahí está. Vincha, muñequeras, todo.
(Dos horas más tarde)
Timbre.
Levanto el auricular del portero eléctrico. Y escucho:
-Hola? Mujer Maravilla? Soy yo! Linterna Verde!

No digo nada por la emoción. Sólo le abro.

jueves, 10 de abril de 2008

La baldosa hermafrodita

Indignado por la velocidad a la que cambia todo de generación a generación, Aldo tomó un colectivo hasta San Telmo. Negado a buscar direcciones de casas de antigüedades en Internet, preguntó por el barrio y un quinielero que colecciona esos muñequitos que venían con el chocolate le dijo San Telmo sin dudar. Lo único, le explicó, es que los precios son para turistas, porque acá en el país no tenemos memoria. Siguió el discurso del quinielero, pasando por guerras y horrores de la clase política. Para cuando terminó, Aldo tocó el timbre pidiendo parada.

Preguntó un par de precios en un par de casas de cosas viejas y sucias hasta que consiguió lo que quería.

Un balero, ¿te acordás? Claro que me acuerdo, si habré jugado mientras escuchábamos la radio en casa. Porque antes no había televisor, no había consola de juegos, era todo destreza física e imaginación. Tomá Edu, dejá ese joystick un rato y probá esto que te da el abuelo.

Eduardo lleva la carga genética de la familia. Tan así que la embocó al cuarto intento. A los veinte minutos ya jugaba mejor que el abuelo Aldo ahora. Y una hora después, mejor que el abuelo Aldo en sus años de bermudas, cuando ni soñaba con ser abuelo.

Acostumbrado a la lluvia de información que le trae la migraña a Elsa, vio morir la novedad del balero en 65 minutos. Guardó el juego en el cajón de cosas fáciles en su cabeza y pensó en pasar a otra cosa. ¿Y qué pasa si le saco el hilo? Muchas más variables, todo mucho más complejo, cada movimiento tanto más determinante de trayectorias infinitas. Y dale.

Lógicamente, y con el brazo profesional de la era hilo, erró el primer intento. Poc, se estrelló la bola de madera maciza en el piso del patio. Pero Eduardo es testarudo como el Tío, aunque no sea su tío de sangre y le digan así porque vino de España, y Eduardo ni lo conozca. Así que otro intento. Cinco más. Cien. Y no, así es mucho más difícil, porque el juego fue creado para que la bola rote de la mano del hilo. Igual siguió. Salteó la merienda en intentos. Salteó la cena también. Fue como a las once y media, presionado por los andalacama de su madre que pic, la metió. Sonrió con todas sus fuerzas, conoció la satisfacción del protagonista de la ley del embudo y paseó por las nubes del éxito unos segundos.

Lo bajó a la tierra el grito de su madre, impresionada porque, menos una, todas las baldosas del patio estaban rajadas, algunas incluso hechas pedazos. El éxito tiene su precio.

Eduadro se quedó dormido en cinco minutos, después del gasto de energía de tanto golpe imaginario que nunca llegó. Tuvo pesadillas con hilos, bolas, Aldos y Tíos.

A las ocho de la matina se despertó, en medio de un charco de pis. Se levantó con vergüenza y corrió hasta el baño. Pero justo antes de llegar, miró al costado y vio al perro, durmiendo pacíficamente en el patio. Eso no fue raro. El perro de dieciséis años se la pasaba durmiendo. Lo raro fue ver que las baldosas estaban completamente intactas. Todas a nuevo, el patio perfecto, damero de nuevo, y eso que esas baldosas no se fabrican más, según había dicho su mamá la noche anterior con el brazo levantado y calculando el revés.