lunes, 21 de julio de 2008

El último vértigo de Rolo Acosta

Es irreversible, dijo el Doctor, mirando la parte de adentro de su saco. La cara del médico dejaba ver el alivio del que ya no puede perder. Podemos, sin embargo, intentar un tratamiento que está en etapa de experimentación. Vea, no perdemos nada.

Irreversible es la muerte, pensó Acosta, mientras se alejaba indignado de la clínica. Pensaba en el médico llegando a la noche a su casa, contándole a su mujer que hoy vio de nuevo al señor del Síndrome de Acosta, y que con la habilidad de la autoridad científica, lo convenció de que intentaran el tratamiento que podría valerle algún premio, en caso de funcionar. O peor, lo imaginaba contándole lo mismo a su amante, mientras su mujer ponía a dormir a los chicos, ansiosa de hablar con sus amigas orgullosa de los avances de su marido en el campo de la Medicina. Pensar que lo había conocido en el primer año de la carrera, cuando ella también cursaba. Pero bueno, después llegó Arielito, que si era mujer se iba a llamar Elba, menos mal, y después los demás. Y hoy dice ama de casa con tranquilidad, porque los chicos son lo más importante, y después su marido, que de vez en cuando le cuenta de algún caso para que no pierda ese gustito por la profesión frustrada. Cuando Ari tenga 18, vuelvo a estudiar, juraba Marité a sus amigas. Quiero ser médico, con o. Y mientras tanto, el Doctor dejaba de fumar en algún albergue transitorio de las afueras, no porque se había independizado del vicio, sino porque encontraba mayor placer hablando de él mismo después del momento sexual, quizás compensando con triunfos laborales su mediocre actuación como amante. Porque Rolo estaba seguro de que el Doctor era un pésimo amante. Alguien tan preocupado por su imagen, que probablemente se afeita mirándose a los ojos en el espejo, no puede ser sensible al placer de los demás, salvo que esos demás sean de los que cuentan todo. Entonces sí, tiene sexo construyendo el relato, diseñando la anécdota y midiendo el número, la extensión e intensidad de los gemidos, creyendo que es como plata que después se gasta en un boca en boca desenfrenado. Lo sabía de algún amigo de buena posición: no hay mejor forma de conseguir nuevos clientes que la recomendación personal. Es empezar con una confianza que uno no se ganó. Un sentimiento regalado por un tercero, basado en su propia experiencia, que idealmente estaba prefabricada por la confianza de otro conocido. Una cadena de fe, tan fuerte que anula cualquier tipo de capacidad de crítica o de cuestionamiento. Y es un círculo virtuoso, porque esa fama, casi donada por idealizaciones de otro, se vuelve sólida en un punto, y un apellido pasa a ser una marca. Un cajoncito de sensaciones que vale la pena comprar a cualquier precio. Y después, el terrible pensamiento de que si es caro por algo será, y que lo barato nunca es bueno y todo eso.

Timbre. Rolo volvió al mundo afuera de su cabeza y se encontró frente a la puerta de lo de Néstor. A Néstor, el Doctor le había salvado al hijo con un tratamiento nuevo para una enfermedad nueva. Igual que Rolo con su Síndrome de Acosta, al hijo de Néstor le había diagnosticado Síndrome del Hijo de Néstor. Un descubrimiento que forzó la publicación de una nota en la revista “Padres solteros”, en la que aseguraban que el síndrome del Hijo de Néstor se había detectado en hijos de otros, para evitar que los padres de los pacientes no atacaran a sus amigos de nombre Néstor, acusándolos de haber dormido con sus esposas. Por los resultados a la vista, Néstor había recomendado el Doctor a Rolo, llenándose la boca de agradecimiento, hablando de milagros y profesionalismo. Néstor tenía la culpa. Irreversible pero intentemos algo nuevo, a quién se le ocurre. Timbre.

Cuando Néstor abrió la puerta, encontró a Rolo tendido en la vereda, boca abajo con un charco de sangre que crecía bajo su cabeza. Pobre Rolo, pensó, mientras lo subían a la ambulancia. Seguramente venía a agradecerme y le agarró un efecto colateral de la pichicata que te mete el Doctor. De nada, Rolo, secreteó a manera de rezo. A veces, entre amigos no necesitamos palabras.

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